Si le preguntas a las personas amantes de la naturaleza, es probable que afirmen haber vivido al menos una experiencia significativa con un animal, planta o ecosistema, como a mí me ha pasado.

Por ejemplo, un delfín se acercó a mi tabla de surfear y por un segundo creí que sonreía, en otra ocasión descubrí un puma mirándome a los ojos, también he sentido la satisfacción de proteger tortugas recién nacidas mientras llegaban al mar.

Recuerdo la primera vez que me sumergí en una jungla de 20 metros de altura y me sentí tan pequeña… Estas vivencias, en muchas ocasiones, son el origen del amor y respeto por la naturaleza; en mi caso la razón por la cual estudié biología y me dedico a la conservación.

Hace poco me encontraba en el Parque Nacional Manuel Antonio, cuando vi un grupo de tres venados, dos de ellos rápidamente se internaron en el bosque, mientras que una hembra se quedó tranquilamente comiendo frente a mí.

Me arrodillé y extendí mis manos, y fue cuando ella, llena de curiosidad, se acercó tanto que sentí su tibio aliento en mis mejillas. Lentamente acerqué mis manos para tocar su brillante pelaje y empezó a lamer la palma de mi mano con tanto entusiasmo, que pude notar detalles que nunca antes había percibido, como la suavidad de su pelaje, pequeñas cicatrices cerca de su boca, sus ojos brillantes y grandes pestañas, su fuerte musculatura, su aliento con un olor casi imperceptible y su nariz húmeda…

Esta curiosidad, confianza y delicadeza, refuerza mi creencia que dentro de cada ser, existe algo más complejo que solamente instintos, reflejos o comportamientos aprendidos.

Hay un ser que disfruta interactuar con otros seres, busca su contacto y puede llegar a confiar en nosotros. Vivir estas experiencias, nos enriquecen como seres humanos.

Por esta razón es sumamente importante que los niños puedan experimentar estos maravillosos eventos.